“Si
mi pueblo tan sólo me escuchara, si Israel quisiera andar por mis
caminos, ¡cuán pronto sometería yo a sus enemigos, y volvería mi mano
contra sus adversarios!”
(Salmos 81: 13 – 14 NVI)
Me dirigía a mi trabajo en un bus de servicio público; algo apretada por la cantidad de gente que se hallaba junto a mí, cuando de repente, se subió un hombre con voz fuerte y tono retador, acompañado de un megáfono. Su interrupción hizo que me enojara, perturbó mis pensamientos entre mis obligaciones, responsabilidades, cosas pendientes por hacer y afanes diarios. Su actitud de regaño al predicar la palabra de Dios, retumbaba en mis oídos y me hizo pensar en que a bibliazos no iba a convertir a nadie en esa mañana.
“Nada hay tan engañoso como el corazón. No tiene remedio. ¿Quién puede comprenderlo?” (Jeremías 17:9 NVI)
Luego
el Espíritu Santo me confrontó; como si tuviera el poder de detener el
tiempo pude observar la gente a mi alrededor, unos charlaban, otros se
burlaban, otros lo ignoraban, puedo contar con los dedos de mi mano
derecha los que le escuchaban atentamente y les aseguro que yo no era
uno de ellos.
Decidí
cambiar mi actitud y escuché cada palabra que dijo, ¡No estaba
equivocado!, el regaño era con argumentos, dijo que necesitábamos de
Dios, que nuestra rebeldía y disposición a la maldad nos estaba
condenando a una vida sin propósito, que las enfermedades, los
terremotos y tantas calamidades que estábamos enfrentando alrededor del
mundo, eran la consecuencia directa de nuestro caminar en contra de la
voluntad del Señor.
En
mi corazón había una mezcla de indignación, culpa y vergüenza, ya que
mi hermano en la fe hacía lo que a mí me daba pena hacer. Mientras Él se
esforzaba por honrar a Dios, yo me ocupaba de juzgarlo y acusarlo
mentalmente.
Era
evidente la indiferencia de la gente y su falta de interés en su
salvación, al invitarlos a hacer la oración de fe y recibir a Jesucristo
como su Señor y salvador personal, nadie respondió al llamado
desesperado de aquel Señor y al ver su decepción, no dudé en apoyarlo
haciendo la oración de corazón, pidiéndole perdón a Dios por negarlo con
mi falta de disposición y escucha cuando Él habla en cosas tan
sencillas como éstas.
No
quiero ser sorda a la voz de Dios, se nos ha concedido conocer los
secretos del reino de los cielos, nos ha prometido una vida en
abundancia, quiero ver y quiero sentir su presencia en cada segundo de
mi día, quiero saber quién soy y para donde voy, dejar un legado de paz a
mis hijas, no callar más sobre lo que el Señor ha hecho en mi vida,
glorificarlo, honrarlo y exaltarlo en cada paso que dé, porque vale la
pena apostarle a una vida con Dios que a una apartada de Él.
“No
se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la
renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de
Dios, buena, agradable y perfecta.”
(Romanos 12:2 NVI)
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