lunes, 1 de febrero de 2016

El que mucho habla, mucho yerra



Escrito por Lilo de Sierra



“El que refrena su lengua protege su vida, pero el ligero de labios provoca su ruina”
(Proverbios 13:3 NVI)

Nuestras palabras tienen el poder de crear y a la vez de destruir de acuerdo a la forma como las utilicemos. Con ellas, puedes decir te amo y en un ataque de furia, lanzar declaraciones llenas de odio y resentimiento hiriendo muchas veces sin ninguna clase de intención a quienes son víctimas de nuestras frustraciones emocionales.

Junto con mi esposo hemos superado infinidad de pruebas. El reto de la convivencia entre dos seres imperfectos con muchas virtudes pero también con abundantes defectos entre ellos nuestro temperamento, es evidente y por ello, damos todos los días gracias a Dios, porque nos mantiene unidos en pro de un plan maravilloso para nuestra familia.

No estamos exentos de tener desacuerdos, discutir o tener momentos en lo que el azotar la puerta, dejar hablando sola a la otra persona o alzar el tono de la voz es nuestra principal defensa, pero cuando actuamos de esa manera, nos queda el sinsabor de lo que por nuestra falta de control hayamos podido haber dicho o el mal ambiente generado por la sobrecarga de orgullo en nuestro corazón.

Pero… ¿Que sucede cuando permitimos que salgan a flote todas aquellas emociones que amenazan con estallar desde nuestro interior, para defendernos arremetiendo contra cualquiera que intente robarnos la paz que sentimos nuestra?

“Como ciudad sin defensa y sin murallas es quien no sabe dominarse”
(Proverbios 25:28 NVI)

En los tiempos del rey Salomón, las murallas de una ciudad salvaguardaban no solo la vida de sus habitantes, sino sus riquezas y demás propiedades de aquellos que las sitiaban buscando arrasar cuanto encontraran en su camino. Una vez la ciudad era tomada por sus enemigos, sus edificios eran destruidos, sus habitantes tomados prisioneros y sus propiedades pasaban a convertirse en el botín de guerra de quienes eran protagonistas de tal espectáculo.

Cuando carecemos de dominio propio, somos como una ciudad sin murallas, creemos que somos fuertes y que no habrá nada que pueda derribarnos, cuando no aprendemos a callarnos y nos vemos enfrascados en pleitos y controversias viviendo en conflicto constante con TODO lo que nos rodea, nos quedamos sin argumentos, sin credibilidad y finalmente somos despojados de las bendiciones que hemos recibido, porque después de una lucha en donde sobreabundan los gritos, las humillaciones, las palabras crueles, el despotismo, el autoritarismo, la fuerza de poderes y la dictadura, solo quedan ruinas difíciles de reconstruir y heridas profundas imposibles de sanar.

Es necesario que llevemos a la práctica aquel dicho popular “Pensar antes de hablar” o lo que Dios nos enseña a través de su palabra “hasta un necio pasa por sabio si guarda silencio; se le considera prudente si cierra la boca” (Proverbios 17:28 NVI)

Callar y abandonar la contienda es una muestra de amor, respeto y adoración a nuestro Dios. Domar nuestra lengua es posible, si le permitimos al Espíritu Santo fluir y tomar el control de nuestras emociones. Vale más esperar a que se calme la marea un poco, para poder hablar con tranquilidad, conviene más mantener la paz que librar una guerra despiadada en la que literalmente arrojamos a la basura lo bueno y lo digno de admiración que hayamos logrado despertar en el corazón de quienes nos rodean.

Afirmar lo positivo, evitar resaltar lo negativo, no usar palabras como siempre, nunca, todos, todas, pienso que, me contaron, supongo en nuestras conversaciones. Antes de confrontar a alguien, pregúntate si ¿edifica?, ¿es necesario?, ¿es verdad?,  ten cuidado con los juicios y prejuicios, perdona y pide perdón, para que tus oraciones lleguen al cielo y puedas ver cumplidos tus sueños, sin retrasos, excusas o pretextos.

La solución la tienes tú, en tu poder de decidir lo que permites salga de tu boca, de hacer que tus respuestas sean llenas de amabilidad, escuchar atentamente antes de cegarse con el enojo, bendecir y no maldecir, levantar la voz por los que no la tienen, amar con hechos y verdad porque lo único real y verdadero es que al final, seremos responsables de lo que hayamos dejado de hacer o decir:

“Pero yo les digo que en el día del juicio todos tendrán que dar cuenta de toda palabra ociosa que hayan pronunciado”
(Mateo 12:36 NVI)

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